9 de diciembre de 2007

Una sensación particular




A todos nos pasan cosas especiales, particulares. A mi me resulta increíblemente agradable ver trabajar a cierto tipo de profesionales. La primera vez que reconocí esa sensación fue viendo trabajar a un tonelero. Era vecino mío y padre de uno de mis amigos de aquel momento, un chaval muy fantasioso y algo salido de madre a la hora de las travesuras. Tenía el taller, una especia de carpintería especializada, debajo de su casa. Era un sitio oscuro con un olor indefinible, muy agradable. Tardé en coger confianza, pero luego no había forma de hacerme salir de allí.



Un tonel, de esos que se utilizan para hacer vino, puede parecer una cosa sencilla, pero eso es sólo una apariencia, claro. Ahora lo fabricará alguna máquina, con esa impersonal eficiencia de las máquinas. Pero esto era montar un puzzle complicadísimo a base de paciencia y buena mano. Y sin prisas.Lo he pensado y creo que esa negación de la urgencia, ese descartar lo apremiante, lo que no puede esperar, era lo que me producía esa sensación tan agradable. Me pasa lo mismo con un peluquero, o un albañil, o con una vecina que cuida sus flores con toda la calma del mundo.



Es ese ver las cosas discurrir amablemente, como si nunca pasara nada desagradable. Ver pasar el cepillo sobre la madera, escupiendo virutas pacíficamente, o el peine ordenando los cabellos que luego saltan por el aire y vuelan casi a cámara lenta hasta el suelo, o las manos de Anuncia, que acarician los tallos y luego cortan como si besaran.Entonces siento una especie de corriente que no sabría situar muy bien, aunque la sensación es muy epidérmica. Y me quedo extasiado mirando como la tarea va siguiendo su curso pasito a pasito. Como las manos amarran las tablas o las tijeras y van dando curso a un tiempo lento, casi líquido. Y me veo, allí presa de un bienestar que es fruto puro de la vista. Y me maravilla que dure segundos, minutos,... Nunca ha durado horas porque hay que decir que el sujeto observado suele sentirse intranquilo cuando ha pasado cierto rato.



Por cierto, no sé si he dicho la verdad. Lo he sentido mucho antes, ahora que lo pienso. Debemos ir hacia atrás, a la infancia. Esos momentos en que uno empieza a ser consciente de ser una persona. Madre nos prepara para salir, mientras padre, trajeado e impaciente, se limita a mirar. Hasta que ella, harta de la actitud contemplativa de su compañero, pide ayuda con cierta comprensible brusquedad. ¡Peina al niño!Entonces padre me acerca al lavabo, toma el peine entre las manos, lo moja en el fondo de la pileta y empieza a pasarlo parsimoniosamente por la cabeza. Y la corriente empieza a nacer, no sé si en las puntas de los pies, en algún sitio lejano y muy muy hondo. Y luego me recorre poco a poco, lenta como un río en el verano y alcanza los propios cabellos. Y me digo “que no acabe nunca”, antes de tener el más mínimo atisbo de malicia. Y el peine va y viene, de adelante atrás, después de marcar una raya a un lado para separar los cabellos en dos campos enfrentados y abrillantados por el agua.



Cuando oigo el “!vamos¡” de madre se me debe dibujar una cara de fastidio considerable. Lo que más me cabrea es que no es fácil que padre se pare en semejantes menesteres. Y madre suele hacerlo con mucha más urgencia, lo cual arruina en buena medida esta apabullante sensación. Los papeles de madre y padre siempre han sido injustamente repartidos. Y lo peor del caso es que son las propias sensaciones, que no los sentimientos, los que te lo hacen notar. Padre no suele hacerlo, pero cuando lo hace no se te olvida. Madre hace tantas cosas que contarlas sería imposible. Y no se notan nunca. Nadie las nota. Es curioso. Debe ser la primera vez que hablo de esto. Ni siquiera quien me peinaba lo sabe. Quizás lo he castigado por haberlo hecho tan pocas veces.