30 de julio de 2008

Desinterés


Te veo encajada en el ángulo que forma la pared y la amplia cristalera, la mirada perdida en lo que aparentemente ocurre ahí afuera. Una mano da vueltas paciente y melancólica al líquido humeante de una taza blanca e inmóvil. La otra sostiene el humo azulado que huye parsimonioso del cigarrillo y de cuando en vez viaja a tu boca impulsada por una especie de instinto, mientras el resto del cuerpo permanece paralizado, ajeno a esa parte activa.

Después sigues con la mirada a uno que ha entrado ahora y vuelves a la nada de afuera y adivino la corriente de sueños ahí dentro. O de pesadillas. O recuerdos. O tactos. O segundos. Te veo hoy, ahora, y te imagino ayer y antes de ayer. Y mañana y mucho tiempo más tarde, cuando ya no estés aquí. Quizás se quede ahí el rastro de tu presencia calmada y confortable. Y el olor irritante del tabaco rubio. Y el reflejo pálido y absoluto de la camisa blanca.

Te veo cobijada en el reverberar pacífico de la pared marfil ante el sol intruso, cuando los labios rodean suavemente la boquilla amarrillenta succionando apacibles la calma y liberan después volutas de agonías azules desterrando la remota ilusión del sosiego. Tienes los ojos negros y ardientes y ni siquiera tus pestañas multiplicadas hasta el infinito podrían disimular lo que arde dentro. Y arruguitas rebeldes en el vértice de los párpados y en el vértice de los labios. Y arrugas más severas en el fondo del cuello, donde el escote invita a seguir el curso de la piel oculta por la blancura cegadora.

Casi me sobresalto cuando la taza viaja hasta la boca y vierte dentro todo cuanto quedaba dentro, porque de pronto has vuelto a la vida y miras el reloj y descubres mi mirada curiosa y te recuestas en el respaldo de la silla sin dejar de mirarme y luego me abandonas, cruzas las largas piernas bajo la mesa y proteges el pecho con el antebrazo mientras el cigarrillo permanece en lo alto del otro, proclamando algo que no conozco y vuelves a la nada de afuera a por tus sueños o tus pesadillas. O proyectos, o penas, o distancias.

Tienes el cuerpo largo y leve, la piel clara . El pecho breve, la cintura exigua y las caderas en cambio amplias y generosas, aplastadas ahora por el peso de los pensamientos, sosegadasas y sinuosas como el meandro de un río en el verano. No sé que es la belleza pero no podría dejar de contemplarte ahora que tu desinterés me autoriza al disfrute. Es un placer mirarte. Lo será hasta que ya no te recuerde y tu desinterés no haya tenido la menor importancia.

Sin embargo percibo la herida que produce la indiferencia cuando pasas a mi lado y abordas la luz del exterior aspirando de nuevo el cigarrillo y emprendes el camino sin dudas, resuelta. Hay algo que proclama que he debido mirarte y no sabría decir por qué decidí no correr ese riesgo. Y ahora, con cada paso tuyo me brota una lástima, un escozor en las palmas de las manos y el aire me huye de los pulmones sin pedir permiso. Y esta gente se ríe y yo no sé de qué. Y me pregunto como será tu risa ya lejana. Y cuanto más desapareces más pesa la distancia que habita entre quien soy y quien podría haber sido. Ese otro yo que yo mismo he matado.

Aunque a ese ya lo conozco bastante, de ir con él a todas partes y soportar sus burlas y sus bromas pesadas. Y a ti no. Y ya no sabré si me habrías mirado decidida, con los ojos mostrando una fuerza de búfalo y la boca exhalando vigorosamente otra de esas volutas agónicas. O si habrías bajado la vista un segundo, y luego habrías vuelto a mirarme mientras yo decia no sé qué. Poco importa lo que se diga. Importa más que los ojos identifiquen con claridad un brillo que nadie notaría mientras deambulan por los contornos de los pómulos, la boca, el pelo que juega impertinente con la luz.

Importaría más que tú dijeras "me gusta pasear" y yo pagara mi pequeña deuda y te siguiera sin decir nada sobre las piedras silenciosas de las aceras, esperando oir algo que sólo podría salir de tus labios, porque yo hace tiempo que no sé qué decir. De hecho no sé qué hacer, o qué pensar, o a dónde ir, o qué lugar me conviene. Ni qué persona me conviene. En realidad me invade la fatalidad de pensar que soy yo quien no conviene a nadie y eso debe mostrarse muy claramente en algún rincón de mi rostro. Me preguntaría por qué tú no lo viste o quizás te interrogaría explícitamente. Y te sorprendería la pregunta. Pero sólo un segundo, porque en realidad tu rostro declara algo parecido. El contorno suave de tu cara dice "estoy", pero tus ojos denuncian una ausencia. Tu boca declara un "adiós" permanente que el humo del cigarrillo confirma, como si fuera su dueño absoluto y caprichoso. El único a quien prestas atención realmente.

Quizás hubiera podido llegar a mirarte al fondo de los ojos, y correr el riesgo de mirar con tanta calma que al final hubiera visto ese diminuto punto donde se enganchan los alientos de dos, sin remedio. Esa ventanita que sólo se abre por capricho de dos. Como un conjuro de ese aire y ese sol huidizo de la tarde, en ese preciso instante en que toda la confusión sacrílega de la ciudad calla sin darse cuenta, obedeciendo al efluvio invisible de la tierra fresca que yace bajo toneladas de hormigón insensible.

Y quizás habríamos tenido la suerte de volver a sufrir, traspasados los muros de las pieles y enredadas las almas en la sutil y efímera esperanza del día de mañana, la tarde de mañana, la noche de mañana.

El tiempo es un puñal que invita a la locura.
(Imagen encontrada en este blog: http://pensandoennada.blogspot.com/)

23 de julio de 2008

Solo

Estar solo es
hacerse esa pregunta
y
no tener
valor
para contestar.

16 de julio de 2008

Fragilidad



Quizás es esto lo que necesitamos. Un sol amable y cientos de miles de pequeñas vidas vegetales alrededor, acogedoras, incondicionales, calladas pero siempre presentes. Como un aviso de que somos grandes y quizás poderosos, pero terriblemente vulnerables. Otra cosa es que el aviso sirva de algo.

12 de julio de 2008

Lluvia



La luz se fue despacio, casi tímidamente, abandonando en la tierra algunos rayos extraviados que se agarraron a las paredes sucias y enseguida murieron sin despedirse. Quedó una tenue reverberación en el azul desvaído y desamparado del cielo, ahora casi oculto por un lienzo de algodones grises.

La ciudad se entregó a la caricia de un viento fresco que levantó puntitos de temblor en la piel, preparándose para el sueño o el insomnio. Los aullidos mecánicos cedieron en su continua batalla dando paso a rumores avergonzados y habituales. El paso de la gente se hizo lento y las miradas se levantaron del suelo acudiendo a las luces de neón que palpitaron buscando nueva vida. Los pájaros se disputaron el calor entre las ramas de los árboles, bajo los bancos o entre los gruesos cables del teléfono. Un olor a lluvia adivinada viajó entre las flores cansadas por el desfile de las horas.

Abrió la puerta del portal y contempló ensimismada los coches que recorrían la avenida, ya relajadamente, los hombres que levantaban el cuello de la chaqueta y las mujeres que cruzaban los brazos para aliviar el agravio del frío. Los tacones levantaron un repiqueteo familiar en las piedras del suelo a medida que el cuerpo avanzaba entre los reflejos urbanos, disimulados aún por las últimas llamaradas de un sol fugitivo.

La ciudad habló unos instantes en un lenguaje oscuro de cosas que se acaban, amedrentada por la proximidad de la tiniebla, temiendo algo oculto, no previsto. Cayeron las nubes un poco más, corriendo sobre las lomas de los alrededores, como un ejército de sombras practicando el silencio, siguiendo los contornos sinuosos del monte y el destino del viento. Las brasas pequeñas de los cigarrillos se hicieron presentes, aspiradas por bocas que apuraban el veneno para encontrar una calma lánguida y sólo aparente. Se encendieron las luces interiores de los autobuses revelando la obligada inmovilidad de los viajeros. Y poco a poco la tiniebla fue ganando la partida, hasta que ya las nubes y los montes se declararon temporalmente desaparecidos .

Caminó despacio buscando el silencio y el vacío. Llegaba un momento en que tanto ruido y tantas presencias parecían negar la propia vida, las cosas de una, los propios espacios, incluso los propios pensamientos. Las luces amarillentas de las farolas se fueron haciendo cargo de las pequeñas y acostumbradas agonías del día a día, y las más violentas de los escaparates esclavizaron los ojos una y otra vez, a medida que los pasos la alejaban de todas partes.

Una gota viajó bajo las nubes ocultas, acarició la piel brevemente y luego se perdió en la nada. Otras siguieron su camino, iniciando un juego inocente cuyo objetivo nadie conoció. Quizás quisieron encontrarse en el suelo común al final del camino. Al poco un tamborileo familiar se hizo con el entorno, sobre las marquesinas y las paradas de autobús, leve y reconfortante. Oprimió el pequeño botoncito negro y la tela del paraguas ascendió en el aire y coronó el espacio sobre su cabeza. Encima de la bóveda ligera se inició una melodía sin ritmo conocido, de notas opacas, breves, puntuales y quizás entrañables.


De pronto se vio en medio de aquel apacible lugar sin reconocerlo en absoluto. Años de estar en aquella colmena y no podía recordar un sólo instante en que hubiera estado allí o depositado la mirada sobre alguna de aquellas piedras lisas y perfectamente rectangulares del suelo. Repasó con la mirada los pequeños detalles de aquel rincón inopinadamente desconocido, mientras las gotas se atropellaban en su camino y morían pacíficamente sobre el suelo hasta componer un manto de agua donde la luz encontró el cobijo perfecto. Ni un solo sonido que apagara el canto incansable del agua. Ni una presencia que demostrara que no era la única mujer en el mundo. En todo el universo.

Pensó en un laberinto, pero no había puertas de entrada o salida, sino sólo luces, blancas, azules, púrpuras, amarillas, como testigos mudos de alguien que no quería demostrar su presencia. Un mundo vacío pero luminoso, alegre, aseado por aquel mar que en lugar de viajar en las olas descendía del cielo para lavar las almas. Anduvo unos pasos entre el rumor perdido de las gotas moribundas hasta llegar a un escaparate que había quedado a medio componer. Allí dejaron un maniquí desnudo con los brazos alzados en el aire y la mirada perdida en una súplica inútil.

Caminó protegida por las marquesinas sonriendo a aquellas promesas de felicidad textil multicolor y regresó de nuevo a la lluvia de pulso anárquico y ecos contagiados a las piedras y las magnolias. Se dejó abrazar por la luz descompuesta en mil partículas ligeras como un aliento. Escuchó cuidadosamente, casi con devoción, la dulce melodía del agua. Después tiró hacia abajo del mecanismo del paraguas y alzó el rostro hasta que sintió que corría libre por las mejillas y la frente, provocando un escalofrío que llamaba a la vida y bajaba por el cuello mojando la camisa hasta recalar codiciosa en el pecho tibio y acogedor.

Cuando abrió los ojos se encontró un peluche con la carita inocente aplastada contra el cristal. Una niña de pelo ensortijado la miró curiosa mordiéndose los dedos. En el piso contiguo un hombre ya mayor sonrió y la miró largamente sin avergonzarse. De repente se sintió rodeada de sonrisas extrañamente próximas tras aquellos castillos de cristal. Saludó al peluche de una manera deliberadamente infantil y la criatura siguió el movimiento de su mano, asombrada.

Después, poco a poco, aquella música licuada cesó. Alguien cerró una ventana. Pasó un hombre y miró hacia atrás con gesto impaciente. Después una mujer ensimismada con un increíble lote de libros bajo el brazo .Y luego un hombre joven arrastrando un viejo carrito de la compra que no paraba de quejarse del peso que tenía que soportar.

Tras aquel ruido volvieron poco a poco los rumores rutinarios de la calle. Los chasquidos de las puertas de los taxis. Las voces urgentes de los camareros. La queja de la persiana de un comercio que ponía fin a una jornada excesiva. Finalmente el aire se llenó otra vez de los mil ecos conocidos.

Un día, pasados muchos años, alguien le preguntó en una de aquellas comidas familiares cuál había sido el momento más feliz de su vida. Y el olor de aquellas piedras mojadas volvió a sus recuerdos. Como los mil fulgores del espejo del suelo. Su marido la miró arqueando una ceja, con uno de aquellos nietos imparables encajado entre las rodillas. Ella sonrió mientras todos la miraban con curiosidad. Y no dijo nada.

Gráfico por cortesía de Marian


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